Santo Domingo, República Dominicana.- En los años dorados de mi adolescencia, tal vez influenciado por el cine o por los «videos tapes» de los artistas del momento, comencé junto con algunos amigos, a cultivar el entretenimiento de amanecer a orillas de las playas.

Mi padre, que lo vi muy pocas veces en la iglesia, era un católico según él «hijo de Tatica», que iba a Higuey todos los 21 de enero (día de su cumpleaños), a tocar la imagen de la Virgen de La Altagracia pero lo más asombroso de su creer, era que desde el miércoles de cenizas hasta el Domingo de Ramos, se le instalaba en el subconsciente un alerta que le impedía comer carne los miércoles y los viernes y que le duraba toda la Cuaresma. Así también, los jueves y viernes santos, la inactividad y el silencio se apoderaban de nuestro hogar.

Ese ambiente, donde se tejían increíbles y espeluznantes historias, entre ellas, aquella «que el que iba a la playa en Viernes Santo se volvía pez», me hizo vivir temeroso durante mis primeros años, hasta que un viernes de la Semana Mayor, a los 17, me atreví a visitar la playa de Villas del Mar en el Este del país.

Perdido el miedo y sin haberme salido ni siquiera un «ojo de peca’o», año tras año iba con grupos de amigos a la mencionada playa de miércoles a domingo Santo, y con trozos de tela y plásticos armábamos un pequeño campamento.

Para 1987, la playa de Villas del Mar estaba cerrada al público. Si no estoy mal ubicado, allí se construyó el hotel Coopmarena. Con casas de campaña pequeñas ese año nos instalamos en Guayacanes.

Año tras año, Guayacanes nos propició momentos inolvidables. Con la playa totalmente iluminada, dos firmas cerveceras se disputaban el público: una con música en español y otra, que reunía alrededor de una fogata a más de cincuenta personas, ponía música en inglés. Era un tiempo de libertad para los bañistas, no había restricción alguna en el horario de baño, la policía, a pesar de la semidictadura, sólo vigilaba, y actuaba cuando era necesario. Nadie hablaba de inseguridad y nunca vimos una sola pelea en la playa ni actividad ilícita que llamara la atención.

En 1993 pusimos rumbo a Samaná. Acampamos en el parque frente al malecón, donde se establecían unas diez familias. Temprano en la noche, salíamos a andar las calles del pueblo y una o dos horas después, muy cerca de nuestro campamento, una compañía cervecera ponía música y vendía su producto a muy buen precio.

Durante el día escuchábamos música y bailábamos, cocinábamos, íbamos a las playas cercanas, cruzábamos el puente que une los cayos, íbamos en barco a Cayo Levantado entre otras actividades. Un mes después del regreso, mi hermano menor, con el que casi siempre andaba en estos viajes, murió trágicamente en un accidente. Esta muerte provocó que para la Semana Santa de 1994 aún no me encontrara en ánimo de hacer el campamento pero para 1995, volví a Guayacanes con mi esposa y mis dos hijas. Iba confiado, pero ese año me llevé una gran sorpresa: aparte de nosotros, solo había un grupo que en la noche me dio la impresión de que no estaban en actividades lícitas.

Para 1996 ignorábamos que en Guayacanes se había prohibido amanecer en la playa en casas de campaña. Ese año, instalados ya y casi de noche nos obligaron a desmantelar el campamento. Un señor, al parecer dueño de la villa que todavía permanece en la parte pública de esa playa, discutió ácidamente por nosotros con dos policías y finalmente nos invitó a instalar el campamento en el área verde de su propiedad. Desde entonces hay que salir del agua a las 6 de la tarde y después de esa hora, inexplicablemente solo entran autoridades y ciertos vehículos con gente cuyo fin desconocemos.

Desde 1997, con un colectivo de amigos, 13 personas nos establecimos en Puerto Escondido, Samaná. De jueves a domingo, como siempre, rodeados por la naturaleza, sintiendo el amanecer y el anochecer permanecimos bañándonos, oyendo música, tomando tragos, charlando, haciendo chistes y riendo, cocinando y comiendo, visitando diversos lugares de la península, entre otras cosas.

A partir de 1998 pasamos a la modalidad de parejas y familias sin que la prohibición se asomara. La intensidad de la diversión aumentaba con los años; hubo años en que no hacíamos campamento y nos quedábamos en casa de un amigo desde donde visitábamos distintos lugares de Samaná y en las noches salíamos a bailar y tomar tragos. Otros años, miércoles y jueves hacíamos campamento en Cayo Levantado y de viernes a domingo en Rincón de las Galeras.

En Cayo Levantado coincidimos varios años con un pequeño campamento «rosado» de artistas y figuras de los medios; al principio eran unas cuatro o cinco casas de campaña, luego se multiplicó y llegaban a la isla en un yate. De día solo se veían unos cuantos de ellos; de noche salían, sembraban la playa de velas en fundas de papel llenas de arena  y montaban unos sorprendentes espectáculos artísticos que nos dejaban impresionados.

Acampar al aire libre se nos había convertido en una diversión segura, barata, que fortalecía la amistad y la relación familiar pero en el segundo período de la administración como secretario de Turismo de Felucho Jiménez, escuché la desagradable voz de un diputado por Samaná que decía que «hay que prohibir la instalación de todos esos plásticos en las playas».

Con la remodelación del hotel de Cayo Levantado, vino la prohibición para todo aquel que no estuviese alojado. Ese año, por fuerza y por lo apartado del lugar, tuvimos que adoptar la modalidad de pasarnos el asueto en un solo lugar: Rincón de las Galeras. En el camino, en un rinconcito más allá de Carenero, divisamos un campamento que a mi esposa y a mí nos hizo detener llenos de curiosidad. Era el campamento rosado. La primera persona con quien conversamos fue el difunto Vitico Erarte y quien después de expresase amargamente terminó diciéndonos: «pero tú verás, Felucho me la’ va a pagar».

Llegamos a nuestro destino y como siempre nuestro campamento fue un éxito. Por varios años, la paz reinó y allí solo llegó la prohibición de sacar a los bañistas de las aguas a las 6 de la tarde. El número de personas que mostraba interés por nuestro campamento fue creciendo a tal punto que en 2007 participamos 36 personas. La creatividad tomaba las formas más variadas y durante todo el día y hasta la madrugada, la diversión hacía que el tiempo pasara velozmente y nos dejara el deseo de hacer el plan para el próximo año.

Pero en unas tres ocasiones de los viajes anteriores a 2013, hubo unos extraños personajes que protagonizaron escándalos que no parecían casualidad. Como en Guayacanes, el número de campamentos empezó a menguar, y entonces decidimos poner fin a ese estilo de diversión que nos acompañó desde la mocedad.

¿Qué se perseguía con estas prohibiciones y escándalos? De repente la empresa privada aparece vendiendo turismo de casas de campaña, y hay familias de las que hacían ese tipo de turismo que las han llevado a «sacrificar» importantes sumas de sus presupuestos para irse a una villa o a un hotel «todo incluido».


Hoy, la ministra de Interior y Policía Faride Raful, le asesta el golpe final al desmonte programado del disfrute público de nuestros balnearios que inició Felucho. Ella quiere que la gente que solo puede pasar unas horas en estos lugares lo haga de la manera más aburrida posible. Acaba de declarar la prohibición de las actividades masivas en los ríos y playas del país. Con ello llega lo que para muchos de nosotros es el fin de una era sentimental.